DEL BARRO A LA PIEDRA

Texto de Jose Luis Cancho
Mirada y complicidad 2018

Viví mi infancia y juventud junto al cementerio del Carmen, en Valladolid. Frente a la puerta de entrada del cementerio se aglomeraban un conjunto de marmolerías. Siempre que pasaba junto a ellas, me detenía atraído por el ruido y el polvo blanco que las envolvía. De aquellas moles de piedra que se acumulaban a la entrada de las marmolerías, tras un arduo trabajo, emergían cruces y lápidas, figuras de ángeles alados, de vírgenes orantes y de cristos yacentes.

Seguía viviendo junto al cementerio del Carmen cuando coincidí por primera vez con Pedro Zamorano en las aulas de la Universidad de Valladolid, donde en aquellos años asistimos a más asambleas que a clases.

Finalizados nuestros estudios, ambos acabaríamos impartiendo clases en Irún y viviendo en Fuenterrabía, donde llegamos a compartir casa a finales de la década del 70 (algún tiempo después, se nos unió Charo, tan joven que era como nuestra ahijada).

En aquel pueblo situado junto al mar, los dos iríamos descubriendo lo que de verdad nos atraía y nos apasionaba. Mientras yo me dedicaba a fundar efímeras revistas literarias, Pedro se sentía atraído por toda clase de materiales que pudiese manipular: cartulinas, plastilina, barro… Siempre le recuerdo concentrado en el acto de darles forma. Pero aquellos materiales oponían poca resistencia a la exigente tensión y energía que él portaba en su interior.

En Fuenterrabía, Pedro entró en contacto con diferentes escultores: allí vivían Remigio Mendiburu y Néstor Basterrechea (ya desaparecidos). Los dos trabajaban sobre todo la madera. En Fuenterrabía vivía también Nino Barriuso, que era el que daba forma real a los diseños de Basterrechea y otras obras, estas en piedra, de Jorge Oteiza.

Nino había trabajado durante años en Valladolid, en una de aquellas marmolerías de mi infancia. Nino conocía los medios para convertir en real aquello que los “artistas” diseñaban o concebían. Y a Pedro, además de los asuntos teóricos (aún recuerdo las conversaciones que mantenía con Nino, a las que yo asistía silencioso, sobre las diferencias entre las obras de Chillida y Oteiza), le interesaban los aspectos prácticos del oficio de escultor. Nino le ayudaría a descubrir algunas técnicas. Técnicas en las que, ya viviendo en la Gomera, Pedro no dejaría de ahondar, hasta convertirse en un maestro en su manejo.

En mi memoria, Pedro enlaza con aquellos marmolistas a los que yo contemplaba de niño, hombres que dominaban su oficio, que sabían extraer de las grandes moles de piedra toda clase de figuras.

El círculo parecía haberse completado.

Pero, a diferencia de los marmolistas, Pedro no se propone extraer de la piedra (ese material duro, resistente, con el que se pelea durante horas) ni ángeles ni vírgenes ni cruces. Él trabaja la piedra para obtener formas que están en la piedra misma. Formas que remiten a la naturaleza, que corresponden tanto al mundo mineral como al vegetal, formas a un tiempo concentradas y aéreas. En sus esculturas vemos raíces y ramas, huevos y semillas. Formas, en definitiva, que nos trasladan al origen, a la raíz, al núcleo de la materia y de la vida.