EL ARTISTA EN FUNCIÓN DEL PAISAJE

Texto de Pablo Jerez Sabater
Mirada y complicidad 2018

Corría el año 1930 cuando el poeta gomera Pedro García Cabrera publicaba su ensayo El hombre en función del paisaje. En el mismo, abordaba la necesidad de establecer un marco común bajo el que observar las islas, con la absoluta salvedad de us hitos geográficos – Teide, Roque Nublo, Timanfaya-, y crear así una suerte de identidad paisajística que aúne al Archipiélago como un todo singular.

Esa misma impresión unitaria podría establecerse cuando hablamos de una identidad artística insular. Cierto es que cada pintor, cada escultor, cada creador, tiene un universo propio donde se expresa con toda libertad. Pero cuando su naturaleza está enraizada en las Islas Afortunadas, esa idea creadora cimenta sin dudarlo en un paisaje – sea este físico o metafórico- donde el marco físico juega un papel cimero. Sea mar, monte, barranco, bosque, el concepto inequívoco de espacio geográfico insular cobra su sentido en la obra plástica de los creadores canarios. Ahí, precisamente, en esa huella inconsciente – y latente- es donde yo sitúo al escultor Pedro Zamorano.

La obra del artista tiene sentido cuando se observa en ella las huellas del paisaje. La abstracción de las formas no es tal si somos capaces de quitarnos el antifaz de la comodidad para ver en estas piedras trozos de la realidad geográfica gomera. Hay en cada pieza un poco de la isla. Y no me refiero únicamente a su procedencia, sino también a su descendencia. En realidad funcionan como una madre y su hijo. Una maternidad pétrea que pare un hijo pulido y renacido. De la piedra original -rotunda, inexacta- nace una obra profundamente inspiradora y procaz: alimenta las formas nuevas como un insólito tejido que se desprende de la original.

Sólo basta observar su Pulsos para entender este proceso que acabo de comentar. En realidad, el pulso viene a entenderse como un soplo de vida, como el hálito que podría surgir de na invisible boca que nace del centro de la roca para dejar ver al su verdadero centro pulido y suave, como si ésta fuera su verdadera piel y no la rugosa coraza que la protegía. Pero quizá en ella se observe también el proceso creador del artista. Eso de ver donde no hay cobra sentido aquí. Y lo digo en el sentido miguelangelesco del concepto, cuando ideó sus esclavos bajo la técnica del non finito. Él vio en la piedra la materia y cuerpo que huía y se quedaba a la vez en la misma; Pedro Zamorano busca y rebusca en la esencia el corazón – ahora sí finito- del alma de la roca matriz.

De la misma manera actúan sus Germinales, que se yerguen como raíces buscando el sustrato de la tierra gomera que es fuente de inspiración y de alimento. Porque quizá no haya otra isla tan rotunda, tan manifiesta en su paisaje -acaso Lanzarote, pero por lo yermo y curtido de su tierra- que despierte tanta necesidad en la mente creativa del artista. No sé si son sus barrancos, que vertebran una res de heridas en la tierra necesarias parra entender si propia geografía y donde se levantan sus bancales, verdaderos elementos identitarios de su propia piel. Pero es precisamente aquí donde nacen también formas vegetales que Pedro Zamorano reinterpreta como si fueran símbolos o tótem de una naturalez imperfecta. Aquí lo observamos tanto en sus Cardoncillos como en sus Vegetales.

Como refería Pedro garcía Cabrera en su ensayo original, «el medio imprime al hombre un símbolo primario, un determinado modo de ser». Y tenía razón entonces. Sustituyendo aquí al hombre por el artista, el pensamiento de poeta gomero se mantiene, pues es el medio insular, geográfico, gravitatorio, el que determina aquí el ser el creador. Y es la isla la que hace – hizo, hará- a Pedro Zamorano escultor. No se entiende el espacio sin el artista, ni al artista sin el espacio. Observemos pues esta exposición con los ojos vivos de un infante, es decir, sin los prejuicios que marcan las modas ni las tendencias, pues sólo así lograremos llegar al corazñon de la roca, allí donde nuestro artista supo extraer el alma de una piedra que no estaba muerta, sino que yacía latente en el letargo de una vida de olvidos y sinsabores.