LA PIEDRA Y EL AIRE
Texto de Francisco Jarauta
La piedra y el aire 2006
1.- Espacio
Una antigua tradición gnóstica concebía el espacio como el rostro de la naturaleza, como el topos o lugar infinito, inagotable, dominado por el silencio y el enigma. De él surgían como en el ciclo de los días y las noches, precipitándose desde lo alto de las montañas, las mil formas que como gérmenes eternos dormían en la matriz natural, ese centro aórgico del que todo mana. Era como una suerte de alquimia la que regulaba el tiempo de las formas y disponía el orden de su aparecer, cuya revelación constituía el mundo. Tras las formas dormía el espacio infinito y el tiempo no era otra cosa que el derramarse de lo eterno.
Nadie sabe a ciencia cierta si es la forma la que ocupa y define el espacio o es el espacio el que deviene forma; gnósticos o no, el espacio se confunde con lo abierto. Y si amamos su silencio es porque antes hemos descubierto el abismo que anuncia y la atracción que produce reconocerlo como el lugar de lo posible.
Todo arte vive de esta experiencia y de este límite, es decir, de esta disponibilidad primera de lo abierto y del límite que acompaña toda travesía del mismo.
2.- Formas
Ninguna forma agota el espacio. Todas son provisionales cifras de aquel infinito posible, estrategias de la presencia, formas de habitar. Unas veces, se ordenan de acuerdo a perfectas geometrías que simulan ideales abstractos, casi matemáticos. La distancia que acompaña a estas formas las aloja en una negación de la evidencia para presentársenos en la radicalidad de su concepto. Otras, son formas que avanzan como proyecciones simétricas de lo natural, aventurado una aparente línea de su continuidad con lo visible. Entre la feliz apariencia de las cosas y su representación media el supuesto teórico de la correspondencia: la que rige la simetría entre el orden del mundo y el del lenguaje. A veces, esta simetría se oscurece y un juego alegórico pretende recomponer la unidad perdida, extraviándose en el laberinto de las sombras. Las partes en el lugar del todo, hechas ahora fragmento de lo ausente, reconstruyen un mundo marcado por el silencio.
En uno y otro caso media la decisión de un saber acerca de las condiciones de posibilidad de un discurso que, entre abstracción y naturalismo, elige el propio camino que, al igual que en la vida, reúne de la mano de la intuición la conciencia del límite y la voluntad de representación.
3.- El jardín telúrico
Aquí todo conduce a ese bosque oxidado que se impone al espacio, como muro que sale del muro, para marcar la percepción primero y luego la conciencia. La tierra se impone en su poderosa mostración dando cuenta de su ser primero, ser mineral que se expone con su peculiar estructura de formas cuya lógica compleja suscribe la del tiempo. Una extraña sensación la que se produce al advertir tras el velo de las oxidaciones primeras la verdadera historia de la tierra. Y si ya antes la seriación del paisaje nos daba la impresión de encontrarnos ante un jardín encerrado que custodiaba conceptualmente sus restos, ahora es el paisaje mismo el que insiste en mostrar su piel oxidada, una huella que se resiste a ser sublimada sea cual sea la dignidad de la intención. La herida del tiempo se convierte ahora en la única piel real, en la que se inscribe cifrado el irreversible paso del tiempo.
Entre este jardín y aquel bosque media la certeza de un tiempo que nos aleja de toda complaciente resignación. Y mostrarla es algo más que un deber. Guai ai gelidi mostri!
4.- Otros bosques
Pero hay otros bosques que ocultan en su juego de luces y sombras otro espacio. Ahí los materiales se afirman en su particularidad. Goethe, al visitar las minas de Silesia, se preguntaba sobre el origen de los diversos minerales que tenía ante la vista, aventurando ideas varias sobre el complejo sistema natural sobre el que se fundaba la tierra. A cada uno de ellos le correspondía una densidad, un color, una oxidación, un juego de irrisaciones ante la luz, una apariencia. Prefirió dejar abierta la pregunta, aceptando que las cosas naturales guardaban su secreto más allá del tiempo. En el fondo, una bella imagen para un naturalista atento a la complejidad de la naturaleza. La lección de Leibniz le había orientado, pero no era suficiente. Entraba en juego otra lógica, la que daría cuenta de una historia geológica que hallará su explicación más adelante. Por ahora, era bastante situar la tensión de un tiempo que se obstina en señalar el tempo de la historia naturales
5.-Arquitecturas
Surgen así, como emergiendo del bosque mineral, estas figuras que, en su conjunto, sugieren otro orden, un tiempo lejano que queda como cifrado en su materialidad. Su fuerza pasa por el diálogo natural, el juego de correspondencias entre la forma y el sustrato mineral sobre el que se levanta. La intencionada elección de los materiales hacen de cada una de las piezas provisionales laboratorios espaciales en los que se suspende el orden, la geometría, una cierta perspectiva incluso, para dar lugar a otras propuestas, próximas a un concepto en el que la estructura domina sobre otros elementos escultóricos. En otras obras, una explícita fidelidad morfológica decide el resultado. En uno y otro caso, entra en juego el sentido de un doble límite, referido tanto a la experimentación abstracta del espacio, cuanto a la imprecisión del punto de mira que abandona la perspectiva global del paisaje para descender a la forma concreta del experimento. Es ahí donde aparece el mundo personal de Pedro Zamorano y el de sus decisiones escultóricas.
6.- Atelier vacío
Una visita al atelier de Brancusi te sitúa en la perpleja situación de no saber si se trata de sombras perdidas o si aquel bosque de esculturas debe ser visto como la parte más real del mundo. Mitad totems, mitad formas, ocultas en el enmarañado espacio de sombras y contraluces, cada una de ellas pertenece por igual a lo real y a lo soñado, convirtiendo así la anterior perplejidad en la sensación de una visión. Sabemos cómo al fotografiar su obra Brancusi jugaba al ilusionismo, es decir, imponía a su obra ese espacio añadido en el que sueño y realidad se confunden.
He intentado imaginarme ese espacio vacío, ocupado tan sólo por la luz. Y esa imagen del atelier vacío constituye el espacio ideal a la hora de representar el juego particular de formas que definen la escultura. En ese espacio vacío, como en la page blanche mallarmiana, se define el trabajo del pensar. Ahí nacen los pequeños gestos, la ideas fugaces, los primeros atisbos, mordidos por la duda de todo lo innecesario. Es a partir de este juego de luces y sombras que cobran cuerpo aquellos volúmenes que deciden el destino de las formas. Paul Valery advertía, al hablar de la escultura, que la tensión se resolvía a favor de la forma sin exigir a la materia la renuncia a su capacidad expresiva. No siempre es así.
7.- La piedra y el aire
Digamos que la piedra señala el centro. En todas las tradiciones la piedra es símbolo del centro y del fundamento que rige lo estable, desde el omphalos del templo de Apolo hasta el quicunce de la mitología azteca.
Un largo viaje de lugares y nombres han crecido con el deseo de esta solidez y permanencia. Frente a la piedra, el aire, lo fluido y leve, ligero y evanescente, que se presenta como espacio sin límites, reservado al vuelo sea cual sea su forma.
La escultura fue pensada como el puente trazado entre la tierra, la piedra y el aire, el espacio impreciso de lo etéreo. Son cifras, señales, dibujos o gestos de posibles cuerpos ahora sostenido por el dibujo del artista. Todo acontece en el límite de esa frontera interpuesta. Entre uno y otro extremo Pedro Zamorano traza los signos de sus piezas, que guardan en el registro de sus formas la memoria de una historia mineral que duerme en todas sus obras. Y como en la lectura que Freud estableciera al asociar el trabajo del sueño al del dibujo, quizás también aquí pudiera imaginarse que tras ellas duermen los fantasmas de la piedra, prontos a ser formas provisionales de la tierra.